(Carlos Inquilino)
Nadie sabe lo que
pasa
dentro de sí.
Aunque se interne y
se ensimisme
en la aventura del
auto conocimiento.
Uno puede pensar en
uno,
concentrarse en las
funciones
de sus órganos más
íntimos,
en los sonidos
interiores de fluídos
que circulan dentro
de uno, en un
sentido u otro,
surcando sus propias
cavidades, ajenos al
mundo exterior
y sus sentidos
dados.
Uno puede aguzar los
sentidos
hacia adentro de su
unidad inapropiable,
procurando penetrar
la insondable realidad
del movimiento que
lo nutre, sosteniendo
circuitos
neuronales, proveyendo equilibrio
y sentido de unidad
a esa diversidad de
células, tejidos,
moléculas.
Uno puede
concentrarse más, abstraerse
de su propia
realidad objetiva, de su entorno
e incluso de las
percepciones condicionadas
por el conocimiento,
y ahí, en abstinencia
de todo estímulo
ajeno, sin interferencias
emotivas, ahondar en
la noción de unidad:
el último refugio
de la subjetividad más
íntima, y llegar a
percibir el mínimo y
acérrimo rumor de
las colonias de bacilos
y bacterias
dirimiendo su batalla cotidiana
en el seno de uno.
De ellos depende
la unidad precaria,
dudosa y paradójica
que abona nuestras
aspiraciones de sujeto:
Por cada célula
humana hay diez que
no lo son.
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