(Encarnación Segura)
Cuando Dios vino a este mundo
nadie lo estaba esperando.
No le importó, no lo afectó,
ni siquiera lo incomodó.
La Naturaleza Divina lo había
provisto de anticuerpos
para resistir y sobreponerse a
los juicios y emociones humanas,
mayormente injustos y arbitrarios.
Si no fuera el que soy,
y no me supiera superior
no me quedaría un minuto aquí:
La carne huele mal, incluso antes
de descomponerse, y a esta manada
de pecadores no los mueve el amor,
sino el instinto y las bajas pasiones.
En realidad, ninguno me merece;
son sucios, desagradables y violentos.
De buen grado los dejaría que se pudran
en su propia inmundicia, que se ahorquen
en sus lazos de sangre y se coman entre sí.
Ni siquiera me dan pena, como otros
animales. No movería un dedo por ellos
y los dejaría librados a su suerte.
Pero no quiero tener remordimientos,
y mal que me pese, son parte de la Creación
y también me pertenecen.
La condición Divina, aunque es perfecta,
admite algún error no forzado.