(Onésimo Evans)
El hombre nuevo
contempló al dios que acababa
de crear, y vio que era nuevo.
¿era nuevo?
Tal vez no tanto, pensó para sí,
pero por algún tiempo podría
funcionar como novedad.
Tal vez no era bueno,
pero podía ser útil:
La novedad, lo novedoso, suele
arrojar siempre alguna utilidad,
y carece del lastre histórico.
Ahí radica el entusiasmo
por lo nuevo, pensó con determinación
el hombre nuevo: El hombre es producto
de sucesivas novedades que supo incorporar
(se incorporó y avanzó). Incorporar es avanzar;
la propiedad de incorporar, amén de un mandato
biológico y divino, naturaliza la apropiación
como recurso natural de la evolución, y produce
nuevos sentidos.
Soy lo que incorporo
Pensó el hombre nuevo, y casi en el mismo acto
de emitir esta verdad, la incorporó a su bolo
de verdades ya pensadas y apropiadas.
Pensó, con propiedad, en todos los sentidos
conocidos, y avanzó:
La propiedad es todo:
No sólo es el motor que impulsa la evolución
y nos permite elevarnos por sobre otros seres
animados, sino que nos otorga la conciencia
de nuestra superioridad, y nos ofrece los recursos
para superarnos y producir nuevos sentidos.
Contempló a su dios nuevo
con el recogimiento merecido y el regocijo
propio de quien cree en lo que crea.
Y comprobó que gozaba de las propiedades
necesarias para su función divina.
Luego, quiso compartir su goce
como buen creyente, y se santiguó
mientras pensaba un oración apropiada
para rendirle culto…
“La función social de la propìedad no se conoce.
Pero su sentido último es el goce”
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