(Serafín Cuesta)
Muerde la piedra
que le da de mamar.
Con saña pero sin remordimiento.
Identifica la mordida producida
y la corrige, como lo haría cualquier
obsesivo empedernido con normalidad.
¿No es falta de cariño?
¿Se había desmadrado ya antes de nacer?
¿No pudo superar la falta de amor
anterior a la concepción?
¿No pudo empadronarse por la ausencia
de ejemplos válidos o nítidos para imitar?
No procesa la pérdida de signos móviles
dilapidados en la piedra succionada y
remordida.
Desmadrado en su función auténtica
como un drone extraviado por sus dueños
sin empadronar.
Repite la matriz de esa materia muerta
como un mantra a imagen semejanza,
en la hendidura remordida y rebabeada
que rememora la forma de sos dientes
casi idénticos a éstos que ahora faltan.
¿No es falta de cariño?
¿Lo tuvo, y lo perdió en el juego?
¿No conoció el amor, ni su carroña?
Nadie se ensaña porque sí, con una piedra
inocente, aunque decline su aptitud mamatoria:
Sólo un mamante huérfano, sin hermanos de
leche ni de fe, desdentado y consumido por
su falta, sujeto a su memoria de mamífero
nativo y fracasado por opción.
No faltará, después tampoco, alguna de esas
voces disidentes e indulgentes, que intentan
explicarlo todo:
No es falta de cariño, se lo veía bastante
encariñado con sus peces de riña.
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