(Amílcar Ámbanos)
¡Hay que castrar al unigénito!
Dijo una voz popular.
No, con degollarlo es suficiente,
contemplaban otros.
Había más propuestas en el mismo
sentido, pero de distinta intensidad.
Algunas más condescendientes o
contemplativas:
¡Que se le desendiose!
Propuso un descendiente.
Otro sugirió: Hay que torturarlo hasta
que confiese y escupa toda la verdad.
¡Hay que acabar con las supercherías!
II
En ese clima, era difícil acordar y obtener
consensos.
Hubo otras mociones más extremas, que
es preferible no reproducir por cuestiones
éticas, estéticas y económicas (aunque
la conjunción de estos términos resulte
extraña)
Era previsible que el desenlace no podría
ser feliz para el acusado, sospechoso, o
acusado de sospechoso.
La animosidad, la crispación y la excesiva
carga emotiva, como es sabido, nunca
producen buenas decisiones.
III
Sólo Dios conoce el motivo de sus decisiones;
sólo El sabe lo que hace: Nosotros sólo
podemos obedecer, pero a la luz de los hechos
resulta claro que un pueblo que se sabe elegido,
difícilmente admita ni contemple su fracaso…
En tales condiciones, sólo cabía esperar un
milagro, aunque no había tiempo para milagros;
los ánimos estaban caldeados y el destino parecía
estar echado.
IV
Pero un dios, nunca está solo, aunque sea único
en su especie en todo el espacio sideral.
Si alguien podía hacer algo por El, ese era
el diablo. Y lo hizo:
Escaneó una réplica del cuerpo divino, para que
asumiera la condena inexorable.
Luego, supo aprovechar la confusión reinante
en el reino del Señor, y la sustitución pasó
casi desapercibida.
El cambio resultó, y salvó al Salvador
mientras todos juntos festejaban
el supuesto triunfo de la justicia.
El cambio funcionó, pero detrás del cambio
estaba el Diablo, su mentor:
He aquí al verdadero salvador.
Nuestro Salvador, en su humildad infinita, no pudo
menos que reconocer su deuda:
El Diablo, no sólo lo había salvado
de una muerte, tal vez definitiva, sino de algo
peor: el descrédito popular. Ahora, volvería,
resurrecto y completamente empoderado…
“Te debo la vida, no sé como pagarte”
El diablo sonrió con un dejo de sarcasmo
mientras le ofrecía un cigarrillo importado:
“Tranquilo, no me debés nada.
Ya arreglaremos cuentas, hay tiempo
de sobra...”
De Los verdaderos evangelios apócrifos
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