(Ricardo Mansoler)
Los peces no aman,
no aman nada, ni
el agua, sus arrugas,
sus escamas.
No aman ser peces
ni les pesa; ni amar
el mar suelen los peces,
solo nadan.
No arman su pesebre
ni celebran las nuevas
corrientes de opinión:
de nada tienen opinión
formada.
Son pura forma en movimiento,
los movimientos pasan como
peces, bajo distintas formas
inamables.
Formas sumergidas que circulan
ajenas a la gravedad del mundo:
en el agua, casi nada pesa.
No aman ni penan por no amar,
no conocen la pena, no esperan
milagros ni se arrepienten cuando
pecan.
No penan ni padecen hambre,
y son en absoluto indiferentes
a la multiplicación de los panes
y los peces.
No son más antiguos que el agua,
pero se sabe que son mucho más
antiguos que la fe.
Abultan esas aguas desprovistas
de fe, van y vienen sin mayor sentido:
son peces, formas sumergidas que
circulan, incapaces de dar y recibir
amor.
No aman la vida, mal podrían amar
al prójimo: Es natural que se coman
entre sí.
Los peces no rezan, mal que les pese.
Tampoco las reses rezan; así les va:
Si lo hicieran, al menos podrían salvar
su alma, si la tuvieran…
Es difícil saberlo, habría que estar en
su carne, algo imposible (salvo para
quienes creen en la reencarnación, y
son pocos. Nosotros creemos en la
carne, en la fe y en el amor)
Es difícil poder amar sin alma.
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