(Tomás Lovano)
Desempolvé mi fe
en la extensión inostensible
de la pérdida provista
y en el grano de polvo
de la voz que armé
al echarme: antes de
desecharme.
Ante la prédica periódica
del extorsionador de turno,
exhibí seguridades propias
y adquiridas.
Nunca dudé de mis faltas:
No creo en el amor en polvo
ni en segundas nupcias
del polvo enamorado:
Si pudiera, no volvería al
pasado; aunque podría
espolvorearlo.
La cáscara protésica que envuelve
ese carílago pudriéndose, no puede
producir sueños felices ni endorfinas.
Revisa tu motricidad fina;
si llegaste hasta aquí
fue por la fe.
Esta fe te hizo posible:
La voz armada
no llegaría a destino
sin el concurso del soplo airoso
de la fe.
El polvo no perece ni se pierde,
siempre es, y siempre es el que
es.
No se vence, aunque lo enfrentes y
confrontes o lo encares y lo encarnes.
La carne es una de sus caras, tiene más.
Y tiene máscaras que resisten al tiempo:
son más confiables y reutilizables.
Éste fue mi sable, ahora ya no me
necesita. Nadie es del todo reponsable.
La carne no es para creer,
es sólo una manifestación del polvo
aglutinado y altamente organizado
que produce su propia fe.
La carne no se crea, sólo se produce
y crece, hasta cierto punto.
Pero tiene sus propiedades:
Sirve para consumir, más allá
de lo que creamos.
Y para reproducir.
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