(Amílcar Ámbanos)
No hay llanto como mi llanto,
podría decir Pablo.
No lo dice por humildad,
pero podría decirlo sin faltar
a la verdad.
En verdad, no hay un llanto igual
a otro, pero no conozco ninguno
como el de Pablo Ollanto.
El llanto es tan diverso como la risa
o la sonrisa, pero no tanto; aunque
éstas son más fáciles de impostar,
fingir, o falsificar.
Hay risas contagiosas, casi como un
bostezo, pero no tantos llantos
que contagien:
Yo no soy propenso a los contagios,
pero el llanto de Pablo puede hacerme
llorar contra mi voluntad,
aunque no se justifique.
En cuestiones emotivas, hay mucho
que no se justifica, es cierto. Pero en
otras también, sin que eso se traduzca
en llanto.
Traducir en palabras un llanto,
es tarea imposible, más aún el de Pablo,
que es distinto a cualquier otro.
En una competencia de llantos,
Pablo no tendría rival, pienso. Pero
también pienso que no se presentaría:
Pablo no se reconoce un ganador.
Tal vez por eso, no es dado a competir.
Hay muchos que no son dados y se ven
forzados a hacerlo por necesidad:
La necesidad arruina muchas vidas.
Pero no hay vida sin necesidad,
es triste pero es verdad, aunque
nunca es triste la verdad.
Es para pensarlo, antes de necesitar.
Yo tampoco soy dado a competir,
pero no lloro, salvo que tenga un
buen motivo.
Es cierto que hay suficientes motivos,
pero con el llanto no se gana nada, es
un derramamiento inútil, como tantos.
Claro que ante el llanto de Pablo
no puedo menos que llorar, como
buen cristiano objeto de contagio.
Es un llanto sin ritmo, aunque tiene
una continuidad propia de uno.
No es tan intenso y copioso
como pegadizo y único.
En eso, Pablo Ollanto, y su llanto
son impares.
