(Tomás Lovano)
El pez volador no tenía nada
que temer ni que perder,
nadando o volando, su dominio
era absoluto.
Sus movimientos armoniosos,
bajo o sobre el nivel del mar eran
la envidia de propios y extraños.
A sus predadores, de abajo o de arriba
los burlaba sin mucho esfuerzo, con
la maestría propia de un artista.
¿Lo era?
¿Era consciente de su superioridad biológica?
¿Gozaba de su arte sabiéndose perfecto?
¿Sentía que estaba para más?
-Sí y no: Autopercibirse diferente suele
ser un problema, tanto que esta condición
no deseada le hacía dudar de su sentido
de pertenencia:
No soy de aquí ni soy de allá.
Puedo sumergirme en lo más profundo
y elevarme por encima de todos con la misma
eficacia. ¿Un don divino? ¿Una gracia de Dios?
Pero ¿quién soy, entonces?
Entre los peces, un extraño. Y entre las aves
nunca era aceptado como un par.
Sólo podía despertar envidia, lo que lejos de
producirle placer, lo sumía en un profundo
desasosiego:
No soy de aquí, ni soy de allá. Pero no puedo
ir en contra de mi naturaleza, cualquiera sea.
Con este pensamiento impropio de su especie
se elevó, ganando altura por encima de las altas
nubes y aún más allá del espacio aéreo surcado
por todos los volátiles.
Sin prisa y sin pausa, siguió ascendiendo hasta
perder de vista este mundo hostil y cumplir
su objetivo: Conocer a Dios.
Él lo miró sorprendido, como si no lo reconociera
como una de sus criaturas, o no esperara su visita.
Señor de los Cielos, vengo a devolverle
su anzuelo. Y sin esperar la divina respuesta
emprendió el retorno a la tierra, al aire, al agua
a la intemperie.
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