(Serafín Cuesta)
Con el tiempo, nos vamos pareciendo
a nuestras mascotas, leí.
Es razonable, al convivir en el tiempo
se profundiza el conocimiento recíproco
y con él, se entabla un vínculo emotivo,
un sentimiento cuya intensidad aumenta
y se desarrolla: el amor.
El amor une, y crea su propio lenguaje
más allá de las palabras, que a menudo
no hacen más que dividirnos.
Trasciende lo material, disuelve diferencias
de edad, tamaño, género o de especie.
El amor desconoce toda condición que lo
limite, y nos une a lo que amamos.
Esa unidad, que sólo el amor alcanza,
acorta las distancias, borra las diferencias
y nos hace asemejarnos al objeto, ese otro,
el ser amado; esa mascota que nos adoptó
como objeto de su amor:
Esta mascota que nos ama, acaso más que
nosotros mismos.
II
El amor es un acto de fe, por eso es tan
difícil de explicar o definir.
Es razonable que ambos incorporemos y
adoptemos rasgos del otro: El otro no sólo
nos refleja, sino que se vuelve un espejo
que nos reproduce a imagen semejanza.
Desde él recibimos el amor que nos profesa
y no cesa de emitir y emanar.
¿Qué otra cosa que el amor podría producir
esta unidad?
En otro plano, si pensamos en nuestra propia
evolución como especie, se hace visible
la semejanza con la historia de la relación
entre lo humano y lo divino.
En el curso de la evolución histórica, pasamos
del panteísmo, la adoración de animales, el
culto a imágenes extrañas y diversas, así como
el politeísmo, hasta resolver en la Unidad.
El monoteísmo se impuso, y si bien el Único
puede no ser el mismo para los distintos cultos,
la fe se unificó:
Creemos en un sólo Dios, aunque tenga distinto
rostro para unos y otros.
Ese Dios que sobrevive, el que se impuso, es decir
el verdadero, es un dios que fue tornando cada vez
más antropomorfo. ¿O no?
Es razonable que uno se asemeje cada vez más
a sus mascotas, y que éste sea un mandato divino.
No compres, adoptá.
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