(Periferio Gómara)
Detestaba el poema costumbrista,
me parecía casi una contradicción
semántica:
Un poema debe conmover, incomodar,
alterar algo. Portar una carga novedosa,
un revulsivo contra la fuerza de la
costumbre que nos mueve a repetir
y aceptar todo lo establecido como bueno
e inmutable.
El poema no puede ser ajeno al sufrimiento,
al dolor, a la injusticia, al engaño que se
renueva bajo distintas formas para perpetuar
las contradicciones que gobiernan el mundo
y nos hace dudar de que esta vida merezca
ser vivida.
Los grandes poetas querían cambiar el mundo
y lo cuestionaban todo sin vacilar.
Cada vez que me topaba con un poema
costumbrista, paisajista o sospechoso de
estos adjetivos, lo salteaba.
¿Para qué perder el tiempo? Me llevó muchos
años desarrollar la capacidad selectiva, como
para saber qué es lo que merece leerse: Todo
no se puede.
Hasta que una vez leí uno, para reforzar mis
convicciones y ejercitar el pensamiento crítico.
No me decepcionó, yo no esperaba nada.
Ésto es una pavada, me dije. Y decidí probarme,
como un juego, en esa categoría de manufactura
menor.
Me atrajo la novedad, y empecé a escribir otros
poemas costumbristas; no me costaba mucho.
Dejé a un lado el prejuicio: Un verdadero poeta
no puede ponerse límites ni constreñirse a nada.
No me detuve en argumentaciones ni cuestionamientos
vanos y seguí avanzando en mi ejercicio ocasional
y experimental:
Ahora estoy acostumbrado y me salen como chorizos.
El poeta es un animal de costumbres.
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