(Amílcar Ámbanos)
Yo decidí que voy a ser feliz
siempre, me dijo. Creo que
fueron sus últimas palabras.
No nos conocíamos, habíamos
compartido una reunión en un lugar
alejado, al que no fue fácil llegar.
Algún compromiso me llevó hasta
ahí, en representación familiar:
Era una celebración de gente
vinculada al personal doméstico.
A veces nos complace compartir
alguno de sus humildes festejos.
No recuerdo bien el motivo que
nos reunía. En el camino, me llamó
la atención el espectáculo de mujeres
añosas, y voluminosas, tomando sol
en las veredas, casi desnudas.
Lo acepté como algo natural, como
suele ocurrir con tantas cosas que nos
rodean a mayor o menor distancia:
No viviríamos si no nos rodeara nada.
Adentro no era muy distinto; Un ambiente
algo extraño, sentí como que no conocía a
nadie, pero no estaba incómodo y no me
lo hacían notar. Tal vez no fuera el único.
Tuve la impresión de que había demasiados
cuerpos, en relación a la superficie visible
de ese espacio. Y gente en el piso.
Al salir, me costó alcanzar la puerta. Una
señora mayor y no menos voluminosa
estaba desparramada frente a ella. Tuve
que ayudarla a moverse.
Salí junto a una pareja joven, ambos vestían
de forma extraña; ambos tenían algún
atractivo que no sé definir, y tampoco lo
creo necesario.
Conversábamos sobre un pájaro que era
parte de esa casa. Ella y yo, opinábamos que
más que un pájaro parecía una réplica artificial,
acaso un producto tecnológico de esos que se
nos van filtrando en nuestra realidad orgánica,
natural y ya bastante dudosa.
Para mi es un pájaro, dijo él. Así es la visión
de una persona feliz, que no tiene por qué dudar
de lo que ve. Y yo decidí que voy a ser feliz
para siempre.
No lo volví a ver, ni en ese sueño
ni en otros.
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