(Amílcar Ámbanos)
El cielo elonga, extiende
sus miembros infinitos, sus pseudópodos
inéditos en emisión continua y tensa
la línea del horizonte
para que podamos separar la realidad
virtual de las otras realidades virtuales.
El cielo contiene todo lo que puede
haber y lo que no, e incluso todo lo
imaginario a lo que puede aspirar
una imaginación bien desarrollada:
No importa que no sea nuestro caso,
hay que salir de este ombligo que ni
siquiera es propio y observar esa unidad
que no parece conocer límites:
El cielo no tiene ombligo; no lo necesita.
Sin embargo nos cobija, vemos su
movimiento errático aunque sabemos
que no se mueve; siempre está en su sitio:
Sólo se mueve su contenido, que es todo.
La visión del cielo es lo que más nos
acerca a la comprensión de la idea de
infinito.
Podemos llamarlo firmamento, o bóveda
celeste, o Paraíso e imaginarlo poblado
de almas errantes, espíritus y dioses
bajo todas las formas posibles que la
imaginación emita, a imagen semejanza.
No sabemos si hay un cielo de los vivos
y otro de los muertos, que tal vez si es
que tenemos suerte, nos espera.
El cielo cambia de expresión a cada
instante, pero confiamos en que es
siempre el mismo.
El cielo elonga, se expande o se contrae
para poder contener todo el vacío existente.
También se ahueca y aboveda de un modo
imperceptible, dispuesto a recibir esa energía
residual vacante que cursan nuestras más
altas aspiraciones antes de colapsar.
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