(Aparicio Custom)
Todavía
hay quienes profesan
algún
rechazo a la palabra
competencia.
No,
no significa que sean incompetentes
o
les cueste entender la mecánica
intrínseca
del mundo y sus recursos
naturales,
donde nuestro papel como
especie
dominante y protagónica, está
llamado
a liderar las transformaciones
que
el mundo necesita.
Ocurre
que permanecen atados o sujetos
a
conceptos ideológicos del pasado, donde
se
estigmatizaba a la competencia como
algo
negativo.
Así
les fue, a esas ideologías contrafácticas,
contrarias
a la esencia de la naturaleza
humana:
No
estuvieron a la altura, no pudieron
competir
y fracasaron. Pero claro, una de las
cosas
que todavía no pudimos superar, es la
inclinación
a dudar de algunos humanos.
Luego,
debemos convivir con sujetos dudosos
y
aceptar que pongan en duda todos los logros
obtenidos,
que la realidad presenta a quién
quiera
verlos, libre de prejuicios ideológicos y
adoctrinamientos.
Aún
no entienden que la competencia
es
parte de nuestro diseño biológico y
ontológico.
El
hombre, una vez conquistada su primer
erección,
supo de sus capacidades diferentes,
y
que tenía que animarse a competir, para
tener
algún destino que valiera la pena.
Desde
un principio, tuvo que hacer frente a
animales
mucho más fuertes y poderosos
para
sobrevivir, y pudo imponerse con astucia,
un
valor esencial para la sana competencia.
Ese
valor, nunca dejó de desarrollarse, propulsando
la
evolución: El hombre vio que era bueno competir
y
así fue ampliando su dominio a todos los rincones
del
planeta.
Ya
conquistado el mundo, entendió que podía aspirar
a
más, algo que sólo sería posible ampliando la
competencia
entre propios y extraños a todos los niveles.
Comprobó
que funcionaba, sí, aunque una parte quedaba
afuera:
la evolución tiene un costo y puede incluir un
costo
social.
Pero
se trata de población residual, compuesta mayormente
por
incapaces e incompetentes:
Esos
no están en condiciones de elegir ni rechazar nada,
ya
habían sido descartados en competencias anteriores.