(Florencio Cusenier)
El nacimiento de la nata
fue como una epifanía.
Algunos celebraron, arrobados
la presencia de esa grasa
flotante y emergente, como alta
expresión de la emanación divina.
La tomaron con delicadeza, después
de admirarla con embeleso un tiempo
razonable y, agradecidos la incorporaron
a sus cuerpos como un sacramento.
Acaso todo cuerpo sea un sacramento
si es fruto de la creación divina.
Pero, mientras unos postrábanse ante
la sacra grasa consagrándola
con oraciones de gratitud al lípido
divino que acababa de advenir, otros
se mostraban recelosos:
Tomaban distancia de la nata nacida
advirtiendo sobre los efectos nocivos
de las grasas animales y las grasas
trans y, lejos de agradecerla, sospechaban:
Grasa y galactosa, juntas
no pueden ser buena cosa.
La apartaban con cuidado, sin tocarla
y con un gesto de rechazo o asco
separaban el lípido del líquido
caliente y continente.
Nunca hubo consenso con la nata:
lo que para unos es bueno,
para otros es veneno.
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