(Valdemar Claramonte)
La incorporación involuntaria
puede percibirse como exceso
semántico, por la contradicción
aparente que enuncia.
Pero es parte de la vida, como
otros excesos sin enunciar.
Más allá de los metabolismos
específicos que nos unen
al cuerpo superior de la biomasa,
ese volumen que integramos
en minoría, más allá de nuestra
voluntad altamente organizada.
Más allá de todos los excesos
propios, ajenos o a medio compartir,
la vida es movimiento e intercambio,
Es decir, dependencia: Cultivamos
el intercambio desigual, las relaciones
asimétricas y la funcionalidad del
sexo virtual y el pensamiento digital.
¿Nuestra pertenencia a la biomasa
expresa una incorporación involuntaria?
¿Así lo deseamos, nos gusta serlo?
No parece haber una voluntad común, y
todo indica que la voluntad no existía
entonces, sino que se nos incorporó más
tarde, como producto de la evolución.
La evolución, acaso en curso ¿Sería otro
ejemplo de incorporación involuntaria?
¿Era ésta la evolución que deseábamos?
¿O no pusimos suficiente empeño, y hubo
que resignarse y aceptar ésto?
En tiempos no lejanos, era aceptado con
naturalidad el servicio militar obligatorio.
Tal vez, alguno de mis compañeros reclutas
se hubiera incorporado por voluntad propia,
no lo descarto, aunque no conocí a ninguno.
Ahora, eso es historia, una parte insignificante
de la historia que nos constituye, cuya
incorporación es mayormente involuntaria.
La historia no la hacemos entre todos, ni ésta
ni la que heredamos. Luego, la incorporamos
como parte de la educación obligatoria.
Pero sólo incorporamos una parte: la que
deciden nuestros educadores de turno. Las otras
partes las conoceremos después, o no, dependerá
de la propia voluntad, ya formada y educada.
¿Cuántas más cosas somos capaces de incorporar
en forma involuntaria?
Es difícil aventurar cifras, las capacidades no son
las mismas y nadie es igual a nadie. Pero se puede
seguir incorporando con normalidad:
Mientras sea con sentido, no hay violación.
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