(Serafín Cuesta)
¿Por qué será, que el gallo ajeno
siempre canta mejor que el propio?
Se lo percibe más afinado, pero también
más preciso en el fraseo, la métrica, los
cortes y las pausas.
¿Será que éste no llega a desarrollar lo
suficiente su autoestima?
¿Será que no cuenta con los estimulos
necesarios? ¿Acaso no sea tan feliz
como ese otro?
El filósofo cavilaba sin sosiego
buscando una respuesta reveladora:
la causa profunda de las diferencias
del canto genérico y su relación con
la propiedad, ese sentido, junto a los
vaivenes ontológicos de nuestra
percepción, siempre parcial y no menos
arbitraria.
El hombre cavilaba, vacilaba entre
su condición de receptor y filósofo,
y el movimiento del canto, que el ave
repetía con un dejo de goce.
Sospechaba de esos sonidos articulados
y de su propio pensamiento propio:
Ahí podía estar la clave de la imposibilidad
humana de entender el mundo y conocerlo
en un sentido profundo.
Ese conocimiento esencial para alcanzar
el entendimiento entre los hombres,
y también con otras vidas.
Por qué será, se preguntaba, que el gallo
canta y yo pienso…
Por qué, cuando pensamos comparamos.
¿Por qué no puedo dejar de comparar,
y disfrutar del canto ajeno, tanto
como del propio?
¿Es que nos cuesta más valorar lo propio
que lo ajeno?
¿Será que no tengo el gallo que merezco?
¿O será que yo no tengo gallo?
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